viernes, 2 de octubre de 2009

Otras lecciones del debate presidencial


Luego del debate presidencial realizado por TVN el pasado miércoles 23 de septiembre, se han multiplicado los análisis respecto de quien resultó ganador y quien por el contrario perdió una oportunidad relevante para dar el primer golpe. La alusión que Eduardo Frei hizo al informe de Transparencia Internacional (TI) y que apuntaba frontalmente a Sebastián Piñera sin duda alguna marcó la agenda setting de toda la semana, con efectos que es posible comprobar hasta el día de hoy.

Pero, más allá del rendimiento de cada uno de los candidatos y las repercusiones políticas del evento, es posible también constatar otras lecciones que este debate nos deja, esta vez desde una perspectiva más centrada en el medio televisivo y los otros soportes multimediales.

Nuevamente la TV abierta demostró ser un vínculo insustituible de la moderna sociedad de masas. Frente a las múltiples segmentaciones tecnológicas vigentes hoy y al majadero discurso de la falta de interés ciudadano por los temas de la política, los 26 puntos de ratings obtenidos en promedio por el debate (con un peak de 30 puntos), deducen que había un interés efectivo de una porción importante de la población, por ver el desempeño de sus candidatos, conocer sus propuestas y contrastar atributos y actitudes. Ese día fueron más los chilenos y chilenas que vieron el debate, que aquellos que prefirieron no perderse “Fiebre de Baile” o el ya clásico “Morandé con Compañía”.

El hecho que más de un millón y medio de personas hayan visto el debate presidencial, demuestra que la TV resulta ser un medio masivo por excelencia y el único capaz de unir en un mismo visionado, a chilenos y chilenas de todos los rincones del país, provenientes de diversas clases sociales y de distintos segmentos de edad, consolidando al hogar como un espacio privilegiado de recepción y decodificación de la destellante democracia audiovisual.

Parece una paradoja, pero en sociedades cada vez más individualizadas, persiste la necesidad de compartir un momento común, una especie de ceremonia a distancia donde todos y todas se exponen a una misma programación. Se trata de una manera bien extravagante de construir comunidad, sin ser visto y desde la comodidad informativa del hogar o el dormitorio. Aquí reside sin lugar a dudas el mayor poder del medio televisivo: unir por algunas horas lo que permanece disperso o dividido el resto del tiempo, en medio de ciudades cada más segregadas y con una importante cuota de población que reside en zonas rurales y extremas.

Es cierto, la TV abierta mostró sus virtudes pero también sus propios límites. Un minuto y medio para responder a la pregunta sobre qué hacer con la educación pública en Chile, 30 segundos para replicar y 90 segundos al finalizar el debate para que cada candidato señalara al país la apuesta medular de su programa de gobierno y su visión de Chile.
Estamos en presencia de una convivencia difícil entre la sorprendente masividad de un mensaje y el alto precio en la levedad de los argumentos; la obtención gratuita de segundos estelares en un set de televisión (a esa hora donde la publicidad paga el segundo más caro) a cambio de una “cuña” siempre breve y ojala seductora. En un (des)equilibrio siempre persistente entre las “ligeras” audiencias y ciudadanos verdaderamente informados.

Pero esta no fue la única lección, este debate inauguró una nueva era multimedial en actos de esta naturaleza. Los medios escritos otorgaron sendas páginas dedicadas al análisis del debate, pero esta vez, las voces se multiplicaron en las versiones electrónicas y digitales de estos mismos medios. El día siguiente del debate, cerca de mil personas habían enviado comentarios y posteos y ello, solo sumando a los medios electrónicos nacionales.

En la galaxia Twitter y en los muros de Facebook fue posible encontrar un millar de otras voces participando de los efectos del debate, con diferentes tonalidades, expresiones caligráficas, puntos de vista y descalificaciones para todos los gustos. Esta vez no solo se leyeron las decimonónicas columnas de Héctor Soto, Patricio Navia, Carlos Peña o Ernesto Águila, fueron cientos los ciudadanos y ciudadanas con nombres reales e inventados que participaron en la creación de opinión, en una democracia que comienza a acostumbrarse a la horizontalidad e instantaneidad de los mensajes.

Fue en el propio set televisivo donde la colosal Blackberry estrenaba los primeros mensajes de texto por parte de los invitados al megaevento. Mientras se miraba en vivo el debate, se escribían y enviaban inasibles comentarios, invadiendo y circulando en el ancho espacio electromagnético.

La acertada conducción de Alejandro Guillier demostró que se puede hacer buen periodismo televisivo y que en la TV abierta aun es posible construir un mejor equilibrio entre entretenimiento e información. Se trata de una lección importante de destacar, frente a los continuos cuestionamientos a la televisión como un medio efectivo para lograr una ciudadanía más y mejor informada.

Este fue un debate donde el verdadero protagonismo estuvo en los candidatos, en sus propuestas, visiones, tensiones y en la capacidad de diferenciarse y atreverse a discrepar de sus contendores. Esta vez los protagonistas no fueron los periodistas, compitiendo por hacer la pregunta más contundente o corrosiva, sino los propios candidatos con un enfoque metodológico que intentó en cada pregunta poner en evidencia las divergencias ideológicas y programáticas de cada uno de ellos.

Los efectos del debate todavía se dejan sentir y sin lugar a dudas, que marcará una impronta importante para los debates del futuro y para la carrera presidencial de este 2009.

1 comentario:

  1. Interesante prisma del debate. No te imaginas lo de acuerdo que puedo estar contigo después de ver en España lo bajo que puede caer la televisión abierta. La de Chile es "pobre pero onrrá".
    Saludos

    ResponderEliminar